Monday, September 25, 2006

LA CONEJITA SE VA DE LIGUE

¿Qué sentido tendría ser una Conejita de Indias si no fuera por la absoluta frustración de nunca haber usado (ni siquiera en Carnaval, vamos) un ajustado leotardo de satín negro, mancuernillas y corbatín al cuello, altas zapatillas de tacón de aguja y unas coquetísimas orejitas que hacen juego con la colita de peluche pegada en mi trasero?

O quizá por el mismo amor por lo extremo que alguna vez me hizo corresponsal de guerra pensando que nada podía ser más peligroso que atravesar, a diario y a las tres de la mañana, la colonia Doctores con destino a una redacción de noticiero matutino.

Visto que en estos momentos la zona de guerra más cercana es la que cruza los camellones de Reforma y que entre las paredes de esta redacción ya se arman las apuestas, decidí exponerme sin reparos a las más exóticas experiencias urbanas.

Pensé que el primer reto sería pan comido: desmentir a mis odiados compañeros de oficina —todos bien casados o por lo menos amarradísimos— que insisten en que después de los 30, en esta ciudad el antro no es lugar para que te liguen.

Estas condenada al blindate —sentenciaban.

¡Por Dios! Eso no se lo pueden asegurar a una como yo, recién pasadita de la treintena, de espíritu tropical, piececito bailarín y no malos bigotes, pero sobre todo, con buena disposición para el encuentro amoroso y que cada semana, casi religiosamente, antrea que da gusto y con no malos resultados. Claro, siempre soy yo la lanzada… Sólo por esta vez, permitiría que fueran ellos los que me conquistaran.
Así que, con la consigna de triunfar o de lo contrario ganarme una cena en compañía del primo de un amigo que juran es buen partido, decidí lanzarme a la caza de bajo perfil.

Si nadie me liga —les dije— me voy de blindate y hasta me tatúo.

En pleno sábado, por ahí de las siete de la noche, empezó el delicadísimo trabajo de producción: baño perfumado, depilación profunda, maquillaje discreto, jeans en estilo casual, tacones muy altos y mirada número tres, la más seductora.

La idea era simple y perfecta: acompañada de una buena amiga —de buen ver, soltera y trentañera para estar en sintonía— nos lanzaríamos en una noche de ligue antrero. La zona: ni dudarlo, Condesa si queríamos encontrarnos un chico hip sin poses excesivas.
El Cafeína pintaba como el lugar perfecto. El mood ideal: buena música, ambiente cool y suficientes treintañeros con estilo.

Partiendo plaza, nos acercamos a la barra, cerquita del dj. Martini y tequila para iniciar. Como dictan las normas del buen ligue, bebíamos, sonreíamos, mirábamos alrededor y, cuando era absolutamente necesario, nos hacíamos algún comentario sin importancia. (En estos casos las platicas profundas de amigas en crisis están totalmente vetadas.)

El tiempo pasaba. Treinta minutos, una hora, dos, tres tequilas, sonrisas impecables. Sin resultados.
A las 12, el asunto era claro. Aquí no habría movida.
Por ahí de las 2:30 de la mañana, se encendieron las luces. Cuando el último comensal salió por la puerta de cristal, nos apresuramos a dejar el lugar antes de ser fumigadas por el hombrecillo que empezó a rociar veneno bajo las mesas. Ç

Pero la esperanza es lo último que muere. La misión debía de continuar. Convencí a la amiga, con más ganas de quitarse los tacones que de seguir ligoneando, de caminar sólo tres pasos hacia la izquierda sobre Tamaulipas: hacia el AM, antro after hours del momento.

Dentro, otro tequila y el fracaso se veía venir. El lugar, como buen after que se respete, estaba a reventar. Pero los asistentes o rayaban en la pubertad o estaban metidísimos en la postfiesta. Cambié de tequila a boost con jagermaister para recuperar energía. El máximo contacto posible era en el dancin’ donde uno choca así como sin querer con el de junto. Muchas tustsi pop y botellitas de agua.

Entonces llegó el primer avance. Era hora, digo yo. Un hombrecillo de camisa negra, pantalón negro y encendedor en mano me ofreció fuego. Mi finísima intuición dedujo en dos segundos y sin preguntar que se trataba de un mesero…
Casi sin voltear, di dos fumadas y agradecí con la mano. Dos segundos más tarde preguntó si venía sola. Con la sorpresa de que me hablara en tono de tal confianza, voltee a mirarlo. Era guapo y estaba mirándome. Y no, no era mesero. Así que era imposible ligar en un antro, pensé triunfalmente.

Iba a intercambiar nombres cuando una jovencita, diminuta y por lo menos diez años menor, me arrebato el cigarro, lo tomó de la mano y dijo «te aviso que es mi novio.» Me sentí en secundaria, di la media vuelta y dejé a la pareja discutiendo su estatus amoroso. Eran las cinco de la mañana y yo, y mi amiga, en blanco.

El antro, ahora confirmo con tristeza, no aplica para conseguir un buen partido. El mundo del ligue treintañero está condenado a la tortura del blind date. Pero eso, y mi nuevo tatuaje, será tema de una próxima aventura.